ANTES DEL OXXO Y DE LA UNIÓN TEPITO
Por: Héctor De Mauleón
*Llevo casi 20 años caminando el Centro cada semana. Las
últimas veces lo hago con tristeza, con lástima y con rabia.
Ciudad de México. 6 de mayo de 2025. En una esquina de Palacio
Nacional, paquetes cerrados de DHL amontonados en el suelo: “¡Va parejo, 150
pesos, parejo! ¡150 pesos lo que le salga!”, grita el vendedor. Tiene a su lado
unas muestras de lo que acaso pueden contener los sobres: camaritas, pequeños
aparatos electrónicos: “¡150, lo que le salga!”.
Una bola observa, tal vez esperando que se anime el primer
incauto. ¿De dónde vienen esos sobres sellados que se ofrecen a la luz del día?
Allá, Correo Mayor es un amontonamiento
indescriptible. “Diablitos”, motonetas que avanzan en sentido contrario,
bicitaxis con señoras cargadas de bolsas, autos atrapados en el tráfico, ruido,
miles de transeúntes en las banquetas, sudando entre el tráfico.
Lentes para sol a 20 pesos. Pantalones de mezclilla a 100.
Camisetas de 15 y de a 30. Tres vestidos por cien. Gorras, pelucas de colores,
mallas, tenis, pants, lápices labiales. Gente con radios en la mano vigila,
avisa, ordena. Es la espalda del Palacio Nacional y ahí comienza lo ilegal,
toneladas de productos chinos ocupan las banquetas, los quicios, todo.
Música sale a todo volumen desde las tiendas. Las piedras
labradas “primorosamente” por los artífices del mundo novohispano sirven de
agarraderas para los toldos que protegen del sol a los vendedores. Les meten
clavos a los muros, se cuelgan de los hierros garigoleados de los antiguos
balcones.
El Corredor Cultural Moneda vive ahogado. Cuesta trabajo
llegar a la Casa de la Primera Imprenta, al Museo Nacional de las Culturas del
Mundo, al UNAM Hoy, al Palacio de la Autonomía, a la Academia de San Carlos, al
Ex Teresa Arte Actual, al Museo José Luis Cuevas…Vallas permanentes, filtros de
seguridad, ambulantaje desbordado, restricciones diarias al libre tránsito… Los
turistas —dicen en los museos— se quejan de que les roban carteras y
pasaportes.
No hablemos de Guatemala, Argentina, Pino Suárez, tramos
de Uruguay. No hablemos de Eje Central con su doble hilera de ambulantes en
cada banqueta. Mucho menos de Allende, Tacuba, El Carmen, Venezuela, Nicaragua,
Perú, Apartado, Peña y Peña, Girón, Costa Rica, Jesús María, Soledad,
Corregidora, San Pablo, Circunvalación.
Ya ninguna de esas calles les alcanza a las muchedumbres
errantes. Pero el problema no solo son los ambulantes. Es la mugre, la basura,
la suciedad, el abandono, la implacable erosión del Centro.
Llegué a estudiar al Claustro de Sor Juana hace 35 años y qué
catálogo de maravillas, qué gabinete de curiosidades los billares, los cafés,
las librerías de viejo, las mesas de dominó en las cantinas, las vecindades con
pollos y macetas renegridas, el olor a incienso de los templos.
Carlos Monsiváis en la librería Los hermanos de la
hoja. José Emilio, una noche, en un reservado del bar La Ópera. Andrés
Henestrosa, todos los días, en el Sanborns de los Azulejos. Pita
Amor repartiendo paraguazos en Bolívar. Zabludovsky comiendo
langostinos en El Danubio, Alí Chumacero burlándose de Arqueles Vela
en la Hostería de Santo Domingo: “El FCE le publicó sus Obras Completas y al
poco tiempo se murió. Yo creo que las leyó y se murió”, y Resortes llegando
en un convertible al Teatro Blanquita.
Eje Central hervía casi siempre, pero a solo a una calle era
1710 o 1920. Íbamos a buscar a la cubana que según Ricardo Garibay vivía en el
barrio de San Miguel y tenía un pequeño muñeco de trapo con el que hablaba en
voz baja y según esto le decía el futuro. Caminábamos por Donceles buscando la
casona de Aura, la de la novela de Carlos Fuentes, o por el Callejón de la
Condesa, ya entrada la noche, para ver si seguía existiendo El Fantasma del
Correo, la vieja prostituta pintarrajeada, de la que hablaba De la Colina.
La música de marimbas y sinfonolas. El olor de las tabaquerías
en Marroqui y del aroma del café en el Tupinamba. La rifa del
pollo en Los Portales. Camiserías, zapaterías, una tienda en la que solo
vendían plumas. Regresábamos a Donceles para buscar la casa donde mataron a
Dongo, y a República de El Salvador para localizar “el teatro de los hechos” en
el asesinato de los hermanos Villar Lledías.
He conocido desde entonces muchos Centros. El Centro de antes
del Oxxo y de las Farmacias del Ahorro. El centro cargado de extrañeza en donde
uno compraba lo que era imposible hallar en otro lado. El Centro de después del
terremoto, y de los cafés de los periodistas. El Centro de Salinas de Gortari,
que apestaba a orines y que María Félix consideró una vergüenza. No se diga el
Centro de López Obrador, con tres hileras de ambulantes en cada calle
mientras el Archivo Histórico de la ciudad se caía de viejo.
Llevo casi 20 años caminando el Centro cada semana. Las
últimas veces lo hago con tristeza, con lástima y con rabia. Porque nunca lo
había visto de este modo. Otro centro: uniformado por las chelerías y los
locales de tacos al pastor por toda oferta gastronómica. El Centro de las motos
de la Unión Tepito, de las ejecuciones y del cobro de piso. El Centro amolado,
chueco y perdido, al que parece que se le cae un trozo cada día.
Qué razón tenía Monsiváis. El Apocalipsis ya ocurrió y
nunca nos dimos cuenta.
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