¿QUÉ PASÓ CON LA POLÍTICA DE PACIFICACIÓN?
*El conflicto eterno que se vive en Aguililla no parece tener
salida por métodos convencionales
Por: Alejandro Hope
Ciudad de México 3 de mayo de 2021. En diciembre de 2017,
días antes de volverse candidato presidencial de Morena, Andrés Manuel
López Obrador soltó en Quechultenango, Guerrero, una declaración
explosiva: “Vamos a hacer todo lo que se pueda, para que logremos la paz en el
país. Que no haya violencia… Si es necesario… vamos a convocar a un diálogo
para que se otorgue amnistía, siempre y cuando se cuente con el apoyo de las
víctimas, los familiares de las víctimas. No descartamos el perdón.”
En ese momento, se interpretó la frase como evidencia de que
el hoy presidente de la República estaba analizando la posibilidad de un
arreglo político con grupos criminales. Yo tengo para mí que no tenía muy
claras las implicaciones de lo que estaba proponiendo y que lo que soltó ese
día era más intuición que propuesta concreta.
En los más de tres años que median desde esa declaración, la
idea nunca ha acabado de bajar de la nube de la abstracción. En el Plan
Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024, presentado durante el periodo de
transición, se habló de “emprender un proceso de pacificación con las
organizaciones delictivas y de adoptar modelos de justicia transicional que
garanticen los derechos de las víctimas, esto es, de leyes especiales para
poner fin a las confrontaciones armadas”. Para lograr ese objetivo, se proponía
el establecimiento (“lo antes posible”) de un Consejo de Construcción de la
Paz, el cual sería “una instancia de vinculación y articulación entre todas las
instituciones y actores de México y del extranjero que trabajen por la paz” y
contribuiría a “articular las Iniciativas gubernamentales en esta materia”.
Sobra decir que el mentado consejo jamás se estableció, lo
de la justicia transicional se quedó en gestos intrascendentes y la
pacificación no pasó de ser slogan. A lo más que se llegó fue a una ley de
amnistía con efectos tan minúsculos que son invisibles, la creación de una
comisión de la verdad sobre el caso Ayotzinapa, con resultados menos que
espectaculares (por decirlo de algún modo), y un fallidísimo intento de
negociación política con algunos grupos criminales por parte de la Secretaría
de Gobernación, desacreditado por el propio presidente López Obrador en una
mañanera de agosto de 2019.
En resumen, la política de pacificación ya no fue y la
declaración de Quechultenango se quedó en anécdota de campaña. Y creo que es
una pena, a la luz de lo que hemos visto en estas semanas en Aguililla, Michoacán.
El conflicto eterno que se vive en esa región del país no
parece tener salida por métodos convencionales. El gobierno no puede
simplemente tolerar la presencia de grupos armados irregulares, operando a
plena luz del día. Pero tampoco tiene los recursos ni el estómago para suprimirlos
a sangre y fuego. Se requiere algún tipo de opción intermedia.
Se necesitaría un andamiaje legal para facilitar la
desmovilización, el desarme y la reinserción de los grupos armados. Eso pasa
por activar mecanismos de justicia transicional mucho más ambiciosos que los
planteados hasta ahora. Y para ello, se requeriría más imaginación política y
jurídica que la que ha mostrado hasta ahora el gobierno.
Michoacán vive una situación excepcional que requiere
soluciones extraordinarias. Me temo que no las va a encontrar en el futuro
próximo.
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